La fiebre de los drones se palpa sobre todo en Dayton, cuna de la
aviación estadounidense y hogar de los hermanos Wright y de la Base
Aérea Wright-Patterson. Dayton ya tenía dificultades antes incluso de
que llegara la actual recesión: en el último decenio varias grandes
empresas, entre ellas General Motors, cesaron su actividad en la zona.
Sin embargo, en la ciudad abundan los emprendedores del negocio de los
drones. «Es uno de los pocos sectores innovadores con posibilidades de
expansión rápida», dice Brown.
Uno de esos emprendedores es Donald
Smith, antiguo mecánico de aviones de la Marina de Estados Unidos cuya
actual empresa, UA Vision, fabrica un drone con forma de ala delta
llamado Spear. Confeccionado con poliestireno revestido de tejido de
fibra de carbono u otros materiales, el Spear se presenta en varios
tamaños; el más pequeño tiene un metro de envergadura y pesa menos de
dos kilos. Parece un bombardero B-1 de juguete. Smith lo imagina
vigilando mascotas, cabezas de ganado, animales salvajes e incluso
enfermos de Alzheimer, cualquier cosa, persona o animal equipado con
etiquetas de identificación por radiofrecuencia de lectura a
distancia.
En la calle, a la puerta de la fábrica de UA Vision,
un empleado lanza el drone al aire y Smith toma el control con un
dispositivo manual. El drone remonta el vuelo hasta casi perderse de
vista, se lanza en picado, hace un tirabuzón, riza el rizo, recorre un
solar vacío a pocos centímetros del suelo, se eleva de nuevo
describiendo un arco y luego desacelera hasta que parece quedar
suspendido en el aire, inmóvil, sobre nosotros. Smith me sonríe: «Este
avión es un acróbata nato», dice.
A pocos kilómetros de distancia,
en Wright-Patterson, se halla el Instituto de Tecnología de la Fuerza
Aérea, donde se investiga sobre drones militares. Adorna la entrada una
estatua de bronce de un hombre con alas, Ícaro, símbolo de osadía
aeronáutica y de errores de navegación de catastróficas consecuencias.
En uno de los laboratorios, John Raquet diseña nuevos sistemas de
navegación para drones.
El GPS es vulnerable, explica este
investigador civil. Sus señales pueden verse bloqueadas por los
edificios o sometidas a interferencias deliberadas. En diciembre de
2011, cuando un drone de la CIA se estrelló en Irán, las autoridades del
país alegaron haberlo desviado pirateando su GPS. El equipo de Raquet
está trabajando en un sistema que permita que un drone se oriente
visualmente, como haría un piloto humano, valiéndose de una cámara
combinada con un software de reconocimiento de patrones. El objetivo del
laboratorio, subraya Raquet con reiteración, es crear «sistemas
fiables».
Equipado con su sistema de navegación visual, dice
Raquet, el drone podría incluso llegar a reconocer cables eléctricos y
engancharse a ellos para recargar las baterías durante el vuelo. (Lo que
constituiría un robo, razón por la cual Raquet no recomendaría este
sistema para los civiles.) Me muestra la jugada con un drone
cuadrangular propulsado por un rotor en cada esquina. En el primer
intento el aparato, zumbando como una colmena de avispas furiosas, se
queda cabeza abajo. En el segundo se estampa contra la pared. Por fin el
cuadrirrotor se balancea en el aire y lanza un gancho sobre un cable
tendido en la sala.
En otro laboratorio contiguo, Richard Cobb
trata de crear drones «que se esfumen en un abrir y cerrar de ojos». La
DARPA, la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada en Defensa, ha
lanzado a los investigadores el reto de diseñar drones que reproduzcan
el tamaño y la conducta de insectos y aves. La propuesta de Cobb es una
mariposa esfinge robótica, con alas de fibra de carbono y Mylar. Gracias
a sus motores piezoeléctricos las alas baten 30 veces por segundo, tan
rápido que se convierten en una mancha borrosa. Pero para diseñar drones
del tamaño de un insecto capaces de mantenerse en el aire algo más que
unos pocos minutos, tendrán que darse pasos de gigante en la tecnología
de baterías. Cobb calcula que tardarán más de diez años.
Ello no
obsta para que la Fuerza Aérea haya construido un «microaviario» en
Wright-Patterson para probar drones de pequeñas dimensiones. Es una
cámara de más de 10 metros de alto y unos 350 metros cuadrados de
superficie, con las paredes acolchadas. Los investigadores del
microaviario, buena parte de cuya labor es secreta, se negaron a que
presenciase un test de vuelo, pero me mostraron un vídeo protagonizado
por microvehículos aéreos no tripulados que parecen ciempiés alados.
Enjambres de drones recorren estrechos pasillos, salvan alféizares y se
encaraman al tendido eléctrico. Uno de ellos se acerca sigilosamente a
un hombre armado y le dispara en la cabeza. El vídeo concluye:
«Discretos, omnipresentes, letales: microvehículos aéreos».
¿Y
qué va a impedir, podría uno preguntarse, que los terroristas y los
criminales se hagan con algún tipo de drone mortífero? Aunque las
autoridades estadounidenses no suelen hablar sobre esta amenaza en
público, sí se lo toman muy en serio. El grupo islamista Hizbulah,
radicado en Líbano, afirma haber obtenido drones de Irán. El pasado mes
de noviembre un tribunal federal estadounidense condenó a un ciudadano
de Massachusetts a 17 años de cárcel por planear un ataque sobre
Washington, D.C., con drones cargados de explosivos C-4.
La
respuesta a la amenaza de los ataques con drones, afirman algunos
ingenieros, es crear más drones. «El nuevo campo de la investigación es
la defensa antidrone», dice Stephen Griffiths, ingeniero de la empresa
aeronáutica Procerus Technologies, con sede en Utah. Los sistemas de
visión artificial diseñados por Procerus permitirían que un UAV
detectara y destruyera a otro, embistiéndolo o derribándolo. «Si puedes
soñarlo, puedes hacerlo», dice Griffiths. Podría llegar el día en que
los drones tengan inteligencia de operar con autonomía, bajo una
supervisión humana mínima, aunque Griffiths cree que la decisión última
de atacar continuará siendo competencia de seres humanos.
¿Sueño o pesadilla?
Incluso
cuando son manejados por operadores cualificados y con las mejores
intenciones, los drones pueden suponer un riesgo, de ahí la preocupación
de la FAA. Si hablamos de seguridad, el historial de los drones
militares no es precisamente tranquilizador. Desde 2001, según la Fuerza
Aérea, sus tres UAV principales (Predator, Global Hawk y Reaper) se han
visto envueltos en 120 «percances» como mínimo, 76 de los cuales
acabaron con el siniestro del drone. Las estadísticas no incluyen los
drones pilotados por otras ramas del estamento militar o la CIA, de
igual modo que excluyen los ataques con drones que por accidente mataron
civiles o militares estadounidenses o aliados.
Incluso entre sus
valedores hay quien insiste en que los drones deben mejorar su
fiabilidad si se pretende generalizar su uso en el espacio aéreo. «A
nadie debería molestarle que la FAA cumpla con su misión de garantizar
la seguridad, aun cuando eso encarezca significativamente los UAV»,
declara Richard Scudder, director de un laboratorio de la Universidad de
Dayton dedicado a probar prototipos. Un solo accidente grave, apunta
Scudder, como un drone estrellado contra una niña que juega en el jardín
de su casa, podría suponer años de retroceso en el sector.
Que un
drone se estrelle en un jardín particular sería un desastre; que
colisione con un avión comercial podría ser catastrófico. En Dayton, la
empresa Defense Research Associates (DRA) está trabajando en un sistema
de «detección y elusión» que resultaría más económico y menos aparatoso
que un radar, revela el jefe de proyectos de DRA, Andrew White. El
principio es sencillo: una cámara detecta un objeto que aumenta de
tamaño con rapidez y envía una señal al piloto automático, que vira el
UAV para apartarlo de la trayectoria peligrosa. El dispositivo de DRA,
sugiere White, podría prevenir colisiones como la ocurrida en Afganistán
en 2011, cuando un drone Shadow de 180 kilos embistió un Hércules C-130
de transporte. El C-130 logró aterrizar sano y salvo con el drone
incrustado en un ala.
La posibilidad de que el espacio aéreo de
Estados Unidos se llene de drones no solo preocupa desde el punto de
vista de la seguridad. También alarma a los defensores del derecho a la
intimidad. Los sensores infrarrojos y de banda de radiofrecuencia que
usan los militares escudriñan a través de las nubes y la vegetación, e
incluso detectan la presencia de personas dentro de los edificios. Y los
sensores que pueden adquirirse en el mercado civil también son
potentísimos. En Colorado, Chris Miser desmonta la cámara infrarroja del
Falcon, la orienta hacia mí y me pide que ponga mi mano en el pecho un
instante. Segundos después la imagen en directo de la cámara sigue
registrando el calor de la huella de mi mano sobre la camiseta.
En
los últimos años de la ocupación de Iraq, Bagdad estaba vigilada las 24
horas del día por drones, convertida en una especie de supermercado
lleno de cámaras de seguridad. Tras un atentado con bomba los
estadounidenses pudieron rebobinar las imágenes de vídeo para localizar
los escondrijos de los terroristas, práctica que se conoce como
vigilancia persistente. La Unión Estadounidense por las Libertades
Civiles (ACLU) teme que, a medida que los drones se abaraten y ganen
fiabilidad, los cuerpos de seguridad apliquen una vigilancia persistente
a los estadounidenses. La Cuarta Enmienda a su Constitución los ampara
frente a «registros y requisas arbitrarios», pero no está claro cómo lo
aplicarían los tribunales en el caso de los drones.
Lo que desde
la ACLU Jay Stanley denomina «un escenario de pesadilla» comienza con
drones al servicio de persecuciones y redadas policiales «en principio
justificables». Pronto, no obstante, prosigue con redes de drones y
ordenadores conectados «capaces de seguir la pista automáticamente a
múltiples vehículos y humanos en su desplazamiento por la ciudad», de un
modo muy similar al que usan las redes móviles al transferir las
llamadas de una antena a la siguiente. La pesadilla llega al clímax
cuando las autoridades combinan los vídeos de los drones con
seguimientos por telefonía móvil para compilar en bases de datos las
rutinas de desplazamiento de los ciudadanos, información que analizan en
busca de conductas sospechosas. Y eso que la pesadilla de Stanley ni
siquiera contempla la posibilidad de que los drones policiales estén
armados.
¿Quién lleva el volante?
Que un invento se nos
escape de las manos y prolifere con independencia de que sea o no
beneficioso para la humanidad ha sido uno de los miedos permanentes de
la era industrial, y con razón. Las armas nucleares son el ejemplo más
obvio; si pensamos en los efectos que han ejercido los automóviles sobre
el paisaje en el último siglo, es lógico preguntarnos quién lleva el
volante, si ellos o nosotros. Casi todos diríamos que, en términos
generales, los automóviles han reportado beneficios a la humanidad.
Quizá dentro de un siglo exista el mismo consenso acerca de los drones,
si desde el principio tomamos medidas para controlar los riesgos.
En
la oficina del sheriff del condado de Mesa, Benjamin Miller afirma no
tener el menor interés en los drones armados. «Yo busco salvar vidas, no
quitarlas», dice. Chris Miser expresa idéntico parecer. Cuando estaba
en la Fuerza Aérea participó en el mantenimiento y el diseño de drones
mortíferos, entre ellos el Switchblade, que cabe en una mochila y lleva
un explosivo del tamaño de una granada. En cuanto al Falcon, Miser lo
imagina salvando vidas. Lo ve, por ejemplo, localizando a un niño que se
ha perdido estando de acampada. Logros de esa índole, dice,
demostrarían el valor del Falcon. Y a él le ayudarían a sentirse «mucho
mejor con el trabajo que estoy haciendo».
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