lunes, 22 de abril de 2013

Drones en casa.

La fiebre de los drones se palpa sobre todo en Dayton, cuna de la aviación estadounidense y hogar de los hermanos Wright y de la Base Aérea Wright-Patterson. Dayton ya tenía dificultades antes incluso de que llegara la actual recesión: en el último decenio varias grandes empresas, entre ellas General Motors, cesaron su actividad en la zona. Sin embargo, en la ciudad abundan los emprendedores del negocio de los drones. «Es uno de los pocos sectores innovadores con posibilidades de expansión rápida», dice Brown.

Uno de esos emprendedores es Donald Smith, antiguo mecánico de aviones de la Marina de Estados Unidos cuya actual empresa, UA Vision, fabrica un drone con forma de ala delta llamado Spear. Confeccionado con poliestireno revestido de tejido de fibra de carbono u otros materiales, el Spear se presenta en varios tamaños; el más pequeño tiene un metro de envergadura y pesa menos de dos kilos. Parece un bombardero B-1 de juguete. Smith lo imagina vigilando mascotas, cabezas de ganado, animales salvajes e incluso enfermos de Alzheimer, cualquier cosa, persona o animal equipado con etiquetas de iden­­tifi­ca­ción por radiofrecuencia de lectura a distancia.
En la calle, a la puerta de la fábrica de UA Vi­­sion, un empleado lanza el drone al aire y Smith toma el control con un dispositivo manual. El drone remonta el vuelo hasta casi perderse de vista, se lanza en picado, hace un tirabuzón, riza el rizo, recorre un solar vacío a pocos centímetros del suelo, se eleva de nuevo describiendo un arco y luego desacelera hasta que parece quedar suspendido en el aire, inmóvil, sobre nosotros. Smith me sonríe: «Este avión es un acróbata nato», dice.
A pocos kilómetros de distancia, en Wright-Patterson, se halla el Instituto de Tecnología de la Fuerza Aérea, donde se investiga sobre drones militares. Adorna la entrada una estatua de bronce de un hombre con alas, Ícaro, símbolo de osadía aeronáutica y de errores de navegación de catastróficas consecuencias. En uno de los laboratorios, John Raquet diseña nuevos sistemas de navegación para drones.
El GPS es vulnerable, explica este investigador civil. Sus señales pueden verse bloqueadas por los edificios o sometidas a interferencias deliberadas. En diciembre de 2011, cuando un drone de la CIA se estrelló en Irán, las autoridades del país alegaron haberlo desviado pirateando su GPS. El equipo de Raquet está trabajando en un sistema que permita que un drone se oriente visualmente, como haría un piloto humano, valiéndose de una cámara combinada con un software de reconocimiento de patrones. El objetivo del laboratorio, subraya Raquet con reiteración, es crear «sistemas fiables».
Equipado con su sistema de navegación visual, dice Raquet, el drone podría incluso llegar a reconocer cables eléctricos y engancharse a ellos para recargar las baterías durante el vuelo. (Lo que constituiría un robo, razón por la cual Raquet no recomendaría este sistema para los civiles.) Me muestra la jugada con un drone cuadrangular propulsado por un rotor en cada esquina. En el primer intento el aparato, zumbando como una colmena de avispas furiosas, se queda cabeza abajo. En el segundo se estampa contra la pared. Por fin el cuadrirrotor se balancea en el aire y lanza un gancho sobre un cable tendido en la sala.
En otro laboratorio contiguo, Richard Cobb trata de crear drones «que se esfumen en un abrir y cerrar de ojos». La DARPA, la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada en Defensa, ha lanzado a los investigadores el reto de diseñar drones que reproduzcan el tamaño y la conducta de insectos y aves. La propuesta de Cobb es una mariposa esfinge robótica, con alas de fibra de carbono y Mylar. Gracias a sus motores piezoeléctricos las alas baten 30 veces por segundo, tan rápido que se convierten en una mancha borrosa. Pero para diseñar drones del tamaño de un insecto capaces de mantenerse en el aire algo más que unos pocos minutos, tendrán que darse pasos de gigante en la tecnología de baterías. Cobb calcula que tardarán más de diez años.
Ello no obsta para que la Fuerza Aérea haya construido un «microaviario» en Wright-Patter­son para probar drones de pequeñas dimensiones. Es una cámara de más de 10 metros de alto y unos 350 metros cuadrados de superficie, con las paredes acolchadas. Los investigadores del microaviario, buena parte de cuya labor es secreta, se negaron a que presenciase un test de vuelo, pero me mostraron un vídeo protagonizado por microvehículos aéreos no tripulados que parecen ciempiés alados. Enjambres de drones recorren estrechos pasillos, salvan alféizares y se encaraman al tendido eléctrico. Uno de ellos se acerca sigilosamente a un hombre armado y le dispara en la cabeza. El vídeo concluye: «Discretos, om­­nipresentes, letales: microvehículos aéreos».
¿Y qué va a impedir, podría uno preguntarse, que los terroristas y los criminales se hagan con algún tipo de drone mortífero? Aunque las autoridades estadounidenses no suelen hablar sobre esta amenaza en público, sí se lo toman muy en serio. El grupo islamista Hizbulah, radicado en Líbano, afirma haber obtenido drones de Irán. El pasado mes de noviembre un tribunal federal estadounidense condenó a un ciudadano de Massachusetts a 17 años de cárcel por planear un ataque sobre Washington, D.C., con drones cargados de explosivos C-4.
La respuesta a la amenaza de los ataques con drones, afirman algunos ingenieros, es crear más drones. «El nuevo campo de la investigación es la defensa antidrone», dice Stephen Griffiths, ingeniero de la empresa aeronáutica Procerus Technologies, con sede en Utah. Los sistemas de visión artificial diseñados por Procerus permitirían que un UAV detectara y destruyera a otro, embistiéndolo o derribándolo. «Si puedes soñarlo, puedes hacerlo», dice Griffiths. Podría llegar el día en que los drones tengan inteligencia de operar con autonomía, bajo una supervisión humana mínima, aunque Griffiths cree que la decisión última de atacar continuará siendo competencia de seres humanos.
¿Sueño o pesadilla?
Incluso cuando son manejados por operadores cualificados y con las mejores intenciones, los drones pueden suponer un riesgo, de ahí la preocupación de la FAA. Si hablamos de seguridad, el historial de los drones militares no es precisamente tranquilizador. Desde 2001, según la Fuerza Aérea, sus tres UAV principales (Predator, Global Hawk y Reaper) se han visto envueltos en 120 «percances» como mínimo, 76 de los cuales acabaron con el siniestro del drone. Las estadísticas no incluyen los drones pilotados por otras ramas del estamento militar o la CIA, de igual modo que excluyen los ataques con drones que por accidente mataron civiles o militares estadounidenses o aliados.
Incluso entre sus valedores hay quien insiste en que los drones deben mejorar su fiabilidad si se pretende generalizar su uso en el espacio aéreo. «A nadie debería molestarle que la FAA cumpla con su misión de garantizar la seguridad, aun cuando eso encarezca significativamente los UAV», declara Richard Scudder, director de un laboratorio de la Universidad de Dayton dedica­do a probar prototipos. Un solo accidente grave, apunta Scudder, como un drone estrellado contra una niña que juega en el jardín de su casa, podría suponer años de retroceso en el sector.
Que un drone se estrelle en un jardín particular sería un desastre; que colisione con un avión comercial podría ser catastrófico. En Dayton, la empresa Defense Research Associates (DRA) está trabajando en un sistema de «detección y elusión» que resultaría más económico y menos aparatoso que un radar, revela el jefe de proyectos de DRA, Andrew White. El principio es sencillo: una cámara detecta un objeto que aumenta de tamaño con rapidez y envía una señal al piloto automático, que vira el UAV para apartarlo de la trayectoria peligrosa. El dispositivo de DRA, sugiere White, podría prevenir colisiones como la ocurrida en Afganistán en 2011, cuando un drone Shadow de 180 kilos embistió un Hércules C-130 de transporte. El C-130 logró aterrizar sano y salvo con el drone incrustado en un ala.
La posibilidad de que el espacio aéreo de Estados Unidos se llene de drones no solo preocupa desde el punto de vista de la seguridad. También alarma a los defensores del derecho a la intimidad. Los sensores infrarrojos y de banda de radiofrecuencia que usan los militares escudriñan a través de las nubes y la vegetación, e incluso detectan la presencia de personas dentro de los edificios. Y los sensores que pueden adquirirse en el mercado civil también son potentísimos. En Colorado, Chris Miser desmonta la cámara infrarroja del Falcon, la orienta hacia mí y me pide que ponga mi mano en el pecho un instante. Segundos después la imagen en directo de la cámara sigue registrando el calor de la huella de mi mano sobre la camiseta.
En los últimos años de la ocupación de Iraq, Bagdad estaba vigilada las 24 horas del día por drones, convertida en una especie de supermercado lleno de cámaras de seguridad. Tras un atentado con bomba los estadounidenses pudieron rebobinar las imágenes de vídeo para localizar los escondrijos de los terroristas, práctica que se conoce como vigilancia persistente. La Unión Estadounidense por las Libertades Civiles (ACLU) teme que, a medida que los drones se abaraten y ganen fiabilidad, los cuerpos de seguridad apliquen una vigilancia persistente a los estadounidenses. La Cuarta Enmienda a su Constitución los ampara frente a «registros y requisas arbitrarios», pero no está claro cómo lo aplicarían los tribunales en el caso de los drones.
Lo que desde la ACLU Jay Stanley denomina «un escenario de pesadilla» comienza con drones al servicio de persecuciones y redadas policiales «en principio justificables». Pronto, no obstante, prosigue con redes de drones y ordenadores co­­nectados «capaces de seguir la pista automáticamente a múltiples vehículos y humanos en su desplazamiento por la ciudad», de un modo muy similar al que usan las redes móviles al transferir las llamadas de una antena a la siguiente. La pesadilla llega al clímax cuando las autoridades combinan los vídeos de los drones con seguimientos por telefonía móvil para compilar en bases de datos las rutinas de desplazamiento de los ciudadanos, información que analizan en busca de conductas sospechosas. Y eso que la pesadilla de Stanley ni siquiera contempla la posibilidad de que los drones policiales estén armados.
¿Quién lleva el volante?
Que un invento se nos escape de las manos y prolifere con independencia de que sea o no beneficioso para la humanidad ha sido uno de los miedos permanentes de la era industrial, y con razón. Las armas nucleares son el ejemplo más obvio; si pensamos en los efectos que han ejercido los automóviles sobre el paisaje en el último siglo, es lógico preguntarnos quién lleva el volante, si ellos o nosotros. Casi todos diríamos que, en términos generales, los automóviles han reportado beneficios a la humanidad. Quizá dentro de un siglo exista el mismo consenso acerca de los drones, si desde el principio tomamos medidas para controlar los riesgos.
En la oficina del sheriff del condado de Mesa, Benjamin Miller afirma no tener el menor interés en los drones armados. «Yo busco salvar vidas, no quitarlas», dice. Chris Miser expresa idéntico parecer. Cuando estaba en la Fuerza Aérea participó en el mantenimiento y el diseño de drones mortíferos, entre ellos el Switchblade, que cabe en una mochila y lleva un explosivo del tamaño de una granada. En cuanto al Falcon, Miser lo imagina salvando vidas. Lo ve, por ejemplo, localizando a un niño que se ha perdido estando de acampada. Logros de esa índole, dice, demostrarían el valor del Falcon. Y a él le ayudarían a sentirse «mucho mejor con el trabajo que estoy haciendo».

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